viernes, 4 de octubre de 2019

SOPLO ALQUÍMICO

   Damarys siempre había sido una joven muy inteligente. Al morir su madre le había dejado el dinero suficiente para poder vivir cómodamente mientras dedicaba su vida a los estudios. Desde que tenía memoria había mantenido en equilibrio su interés por las Ciencias Exactas y por la Literatura.
   La joven encontraba en los libros un consuelo que las personas que conocía, con las limitaciones propias de los seres humanos, no podían brindarle. Aunque últimamente, ni siquiera aquello llenaba su corazón. Lo cierto era que aunque su relación nunca había sido perfecta, extrañaba mucho a su madre. Los últimos meses habían sido muy duros para Damarys. Se sentía sola. Una parte de su mente la seguía castigando con la culpa que rodea a la muerte de los seres queridos aunque sea algo inevitable.
   A pesar de la soledad que llevaba con ella como una carga, se esforzaba en maquillar sus sentimientos. Ante el resto del mundo se mostraba como una persona sociable y amable, aunque en el fondo se sentía completamente vacía.
   Su belleza y su inteligencia acaparaban la atención de muchos hombres, pero aunque ella lo había intentado en más de una ocasión, aún no había logrado enamorarse. Estaba segura de que algo estaba mal en ella. Se sentía vacía como si algo le faltase dentro.
   La joven intentaba llenar ese hueco en su interior con conocimiento. Leía mucho y experimentaba con distintas sustancias que elaboraba en el rústico laboratorio que habían construido hacía tiempo en el sótano de su casa. Su único afán era encontrar algo que le produjera la emoción perfecta. Algo que la hiciera sentirse realmente viva o por lo menos útil.
   La alquimia llegó a su vida casi por casualidad. Una tarde, Damarys comenzó con inocente curiosidad a leer algunos artículos en Internet y con el tiempo, incluso adquirió unos cuantos libros en una tienda de libros usados que contenían jugosa información sobre el tema.
   Con la inocente curiosidad de aquellos que aman la ciencia, Damarys comenzó a realizar experimentos alquímicos. Estaba fascinada por ver que podía lograr cosas asombrosas. Ignoraba que había fuerzas con las que mejor no experimentar.
   La historia humana era testigo de que muchos antiguos alquimistas habían perdido la vida experimentando con mercurio en la búsqueda de la Piedra Filosofal y la joven era lo suficientemente lista para no caer en esa seductora trampa. Sin embargo, aunque se mantuvo lejos de los vapores tóxicos, no fue consciente de que su creación podría resultar aún más peligrosa incluso que la transmutación de metales.
   Los homúnculos, aquellos humanos creados a través de la alquimia, habían despertado la curiosidad de Damarys. La idea de crear a una persona le parecía fascinante. Se daba cuenta de que las probabilidades de lograr algo así eran casi nulas, pero se preguntó si acaso el conocimiento bastaría para alcanzar la grandeza de la creación. La receta antigua que había encontrado era lo suficientemente sencilla como para que valiera la pena intentarlo.
   Lo meditó durante un tiempo y finalmente, decidió reunir los ingredientes necesarios para dedicarse a la descabellada tarea de crear su propio homúnculo. La joven decidió adaptar al siglo XXI las instrucciones que había dejado escritas el alquimista Paracelso.
   El ingrediente más difícil de adquirir era esperma humano y para conseguirlo tuvo que seducir a un muchacho de su cuadra que siempre había mostrado especial interés en ella. Damarys, compró una docena de huevos puestos por una gallina negra en una granja cercana y se robó de allí una considerable cantidad de estiércol de caballo.
   Ignorando el asco que le producía manipular esas sustancias, Damarys inició el experimento. Primero inyectó el esperma en uno de los huevos y selló herméticamente con pegamento el pequeño orificio. Luego, enterró el huevo en el estiércol de caballo que había colocado en un recipiente junto a una lámpara que servía de incubadora.
   Dejó la lámpara encendida durante cuarenta lunas hasta que la curiosidad la llevó a desenterrar el huevo y romperlo cuidadosamente. Contuvo la respiración al sentir el olor fétido del interior. Movió con un palito el contenido negro y gelatinoso buscando alguna señal de vida. Su decepción inicial dio paso al asombro cuando descubrió que dentro de la yema putrefacta había una pequeña criatura respirando con tranquilidad.
   La tomó con mucho cuidado entre sus dedos y la acercó a sus ojos. No lo podía creer. Se trataba de una pequeña mujercita del tamaño de la uña del pulgar de Damarys. El cabello blanco y las bellas facciones de la damita la hacían parecer un hada.
   Si hubiera dado a conocer en los medios su increíble descubrimiento, quizás se hubiese hecho famosa e incluso podría haber ganado una fortuna, pero a la joven le aterraba que pudieran separarla de esa pequeña e indefensa criatura a la que había dado vida.
   Damarys ya no se sentía sola. La pequeña damita a la que llamó Ivanna y apodó Ivy, requería muchos cuidados y ocupaba la mayor parte de su tiempo. Sólo se alimentaba con lombrices y semillas de lavanda y era propensa a los berrinches.
   Lo cierto es que crecía muy rápido y con el tiempo se hacía más difícil de controlar. Con el correr de los meses alcanzó la estatura de Damarys. Durante las primeras excursiones que hicieron juntas al mundo exterior Damarys le decía a la gente que eran hermanas aunque el cabello blanco de Ivy contrastaba con el azabache del de su creadora y su comportamiento resultaba a veces extraño y errático.
   Algunas veces parecía que Ivy no tenía conciencia del bien y del mal. Quizás aquello se debía a que carecía de alma o quizás al igual que una niña recién nacida le llevase tiempo adaptarse al mundo real.
   No había culpa en sus ojos cuando apuñaló a Damarys mientras dormía. No supo que aquello estaba mal y aunque aprendía muy rápido, hasta entonces no había conocido el dolor ni propio ni ajeno. Ivy no sabía en ese momento que las leyes naturales no se deben romper, así como tampoco lo había sabido Damarys. Después de todo, tan sólo eran homúnculos jugando a vivir.
ALEJANDRA ABRAHAM

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