viernes, 27 de noviembre de 2020

Capítulo 26: El poder de la sangre

Capítulo 26: El poder de la sangre

    Poco antes de la puesta del sol le confesé a Tamara que sospechaba que la profecía de Ailén estaba a punto de cumplirse. Ella también creía que mi madre biológica estaba directamente relacionada con el presagio y coincidía conmigo en que teníamos que estar preparados para enfrentarnos a ella.
   —No voy a dejar que te lastime. Estoy segura de que vamos a encontrar la forma de detenerla —dijo Tamara, acariciando mi mejilla con su mano.
   Podía ver en sus ojos que hablaba en serio. Me amaba y estaba dispuesta a enfrentarse a cualquier cosa solo para protegerme. No quería exponerla, pero sabía que sin su apoyo estaría perdido.
  —Te amo —pronuncié por primera vez.
   Me regaló un tierno beso en los labios y se separó apenas de mí.
   —Voy a buscar mi grimorio. Nos vemos en tu habitación dentro de unos minutos —añadió y se alejó por el pasillo.
   Me dirigí a mi cuarto y busqué mi antiguo libro de magia. Solía mantenerlo oculto en el armario, detrás de algunas de mis remeras. No estaba seguro qué pensaba hacer Tamara, pero confiaba en ella lo suficiente como para compartir la sabiduría de mis ancestros.
   Cuando llamó a la puerta mi corazón dio un salto. No era la primera vez que entraba a mi habitación, pero no solíamos quedarnos allí demasiado tiempo. Abrí enseguida y me hice a un lado para que pudiera pasar. Noté que llevaba la mochila al hombro y que había retocado su maquillaje. Estaba preciosa.
   Sacó de su mochila un par de velas rojas y algunos inciensos. Los encendió y los colocó sobre mi mesa de luz sin pedir permiso. Después de unos segundos un penetrante aroma a lavanda inundaba todo el recinto. No me agradaba, pero no quería contrariarla.
   —¡No te quedes ahí parado! Busquemos en nuestros grimorios alguna forma para neutralizar los poderes de la bruja o algo que permita que tanto vos como Crisy estén a salvo —ordenó y se sentó sobre la cama a leer algunas hojas antiguas las cuales supuse que debían pertenecer a su grimorio.
   Me debatí internamente por una fracción de segundo sobre sentarme junto a ella o tomar una de las sillas. Tomé mi libro y me acomodé para leer a su lado, nuestros brazos no llegaban a rozarse, pero podía sentir su calor sobre la piel. ¿Por qué de pronto me sentía tan nervioso si solo estábamos buscando información? Nunca me había costado tanto concentrarme en la lectura.
   Los pactos y la magia de sangre parecían ser lo más efectivo para un enemigo tan poderoso como lo era mi madre. Sin embargo, Las advertencias de Alan con respecto a la magia prohibida me habían hecho descartar todas las páginas que podrían resultarnos útiles.
   —¡Esto es muy frustrante! No encuentro absolutamente nada útil —expresó Tamara y dejó las hojas que había estado revisando junto a las velas.
   —Yo tampoco encontré nada. A menos que nos arriesguemos a utilizar la magia de sangre, pero no creo que sea una buena idea —dije, mientras me frotaba los ojos enrojecidos por la lectura y el humo de los inciensos.
   —¿Puedo? —preguntó, estirando su mano para tomar mi grimorio.
   Asentí con la cabeza y le alcancé mi libro. Sentí como si le entregase una parte de mi alma. Era la posesión más preciada que tenía, pero ella era la única persona que realmente me importaba.
   Comenzó a pasar las páginas del libro con sumo cuidado. Se detenía de vez en cuando y fruncía el ceño o asentía con la cabeza. Después de unos minutos observándola me dejé caer hacia atrás y bostecé. Comenzaba a adormecerme cuando la voz de Tamara me sacó de mi ensueño.
   —No tenemos otra opción. Tenemos que arriesgarnos a la magia de sangre —agregó, mientras dejaba el libro abierto sobre mi almohada.
   —Tu padre dijo que podría haber consecuencias si alteramos el equilibrio... —comencé a decir, pero ella me interrumpió.
   —No estaríamos ofrendando algo que no nos pertenece. No, si te doy mi sangre y vos me das la tuya —explicó con las mejillas algo sonrojadas.
   Rebuscó dentro de su mochila y tomó una daga de plata labrada con el mango incrustado en gemas rojas. No le había dicho que sí, pero tampoco me había negado a dar mi sangre como sacrificio.
   Tamara comenzó hablar en el lenguaje de la magia. Su voz era suave y seductora, pero al mismo tiempo me producía escalofríos.
   —Ofrezco nuestra sangre como tributo para que nuestros cuerpos puedan combinarse con la magia ritual y que de esta forma podamos enfrentarnos a Amaia y a su aquelarre —sentenció.
   Aprisionó mi brazo con su mano sobre el colchón y deslizó el filo de la daga sobre mi piel. Ahogué un gemido de dolor y observé como un hilo de sangre se deslizaba desde mi muñeca hasta las mantas blancas. Repitió el movimiento con mi otro brazo. Las heridas que me acababa de abrir ardían, pero era un dolor tolerable.
   Me incorporé apenas y la atraje hacia mí. Unimos nuestros labios en un apasionado beso. Me quitó la remera y realizó un corte superficial a lo largo de mi espalda. Creo que si hubiera querido tomar mi vida en ese momento se lo hubiese permitido.
  Enredé mis dedos en su cabello y mordí su labio inferior con suavidad. Ella dejó caer el cuchillo al suelo soltando un leve gemido y acarició mi espalda muy despacio. El contacto de sus manos era doloroso y al mismo tiempo despertaba todos mis sentidos con una pasión que nunca antes había experimentado.
   Me deshice de su ropa como si supiera lo que estaba haciendo. El ritual de sangre no era más que un eco lejano dentro de mi mente. Había imaginado aquel momento íntimo con Tamara un centenar de veces. Sin embargo, ninguno de los escenarios creados por mi mente podía equipararse a la realidad. Nos entregamos el uno al otro en un frenesí de besos, rasguños y caricias hasta que las velas se consumieron por completo.

   Desperté enredado entre las sábanas. Tamara  dormía acurrucada en mi pecho y la tenue luz de la luna se filtraba entre las tormentosas nubes. Nuestras almas estaban destinadas a estar juntas desde el principio de los tiempos. Sentía que habíamos vivido una y mil vidas juntos y que así sería por siempre. Nuestra sangre era la llave que mantenía encerrado el inmenso poder que clamaba por salir de mi interior. La habíamos derramado voluntariamente y estaba seguro que a partir de ese momento nada ni nadie sería capaz de detenernos.

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