viernes, 23 de febrero de 2018

LA LUZ DE LA RAZÓN


    Cerró sus ojos mientras el agua helada caía sobre él trayendo consigo la dura realidad. Apoyó todo su peso sobre la pala que se hundió en la tierra húmeda y no pudo evitar que una lágrima rebelde se uniera con las cientos de gotas que caían desde el firmamento. Sintió que el cielo también lloraba como si estuviese acompañándolo.
   Una vez que el pozo fue lo suficientemente profundo, arrojó en su interior todo aquello en lo que creía firmemente y que al mismo tiempo consistía en lo que podría llevarlo a la tumba. Quizás, bajo tierra sus sueños sufrirían la misma suerte que ardiendo en las llamas de la hoguera, aun así una parte suya aún conservaba las esperanzas de que alguna vez volvería a buscarlos.
   Despedirse de los libros en los que había estado trabajando toda la vida, le hacía sentir un gran vacío en el pecho y a la vez no era más que un pequeño anticipo de lo que sentiría en breve, cuando tuviera que abandonar a su familia. No tenía opción. Si quería vivir tendría que huir y si quería que ellos vivieran no podía obligarlos a acompañarlo en un viaje sin destino en medio de un invierno implacable.
   Aún no sabía cómo iba a decirle a Magdalena que no estaría cuando llegara al mundo su pequeño, que no podría enseñarle a leer a su hijo mayor y que quizás pasarían años hasta que pudiera volver a estrecharla entre sus brazos. Había estado posponiendo el momento de su partida con la vana esperanza de poder ver nacer a su segundo hijo, pero, la llegada de la inquisición era inminente. Ya había visto la barbarie de los supuestos servidores de Dios que quemaban a los pensadores junto con sus obras.
   Le rogó a Dios en silencio que lo ayudase en su camino, que cuidase a su familia y que el trozo de cuero con el que había cubierto sus escritos fuese protección suficiente para que perduraran en el tiempo resguardados debajo de la tierra. Pensó metafóricamente que estaba sembrando una semilla con la potencia de germinar si alguna vez alguien la encontraba.
   Viviera uno o cien años más, su vida no era más que un pequeño instante en la eternidad del universo, pero, quizás si lograba preservar aquel pequeño fragmento de la verdad que había visto, entonces esta se transmitiría a lo largo de generaciones, perfeccionándose poco a poco. Había presenciado en más de una ocasión las atrocidades de las que era capaz la humanidad y aun así decidía creer en lo bello que podía llegar a ser el mundo.
   Él estaba convencido de que todos tenían el derecho de aprender, de adquirir la capacidad de pensar por sí mismos y de obtener conocimientos que los llevarían a acercarse a la verdad universal. Le costaba entender por qué la razón y el entendimiento eran etiquetados como herejías. Casi no podía recordar aquellos momentos en donde su tierra había sido un lugar pacífico. Ahora, dos bandos que luchaban bajo el estandarte del mismo Dios habían arrasado pueblos enteros y perseguían a todos aquellos pensadores que intentaran traer un poco de luz entre tanta oscuridad.
   Se aseguró de que el suelo bajo sus pies pareciera regular y a continuación realizó una pequeña marca con su daga en un árbol cercano. Había enterrado en diferentes puntos del bosque casi toda su obra. No era el mejor destino que podía imaginar para sus libros, mas, sin dudas era mejor suerte para ellos que caer en manos de la santa inquisición.
   Estaba anocheciendo y era mejor que regresara a su casa antes de que Magdalena se preocupase. En aquellos días, cuando uno se despedía de alguien querido no existía la certeza de volver a encontrarse.
   Se detuvo al llegar a los límites del bosque. Algo no estaba bien. A lo lejos se escuchaba el trote de una decena de caballos. Un escalofrío recorrió su cuerpo como si estuviese escuchando a los jinetes del Apocalipsis.
   Permaneció inmóvil aferrando su pala y observando la escena detrás de un alto roble. Parecía estar inmerso en una pesadilla de la que no podía despertar. Una parte suya se negaba a creer que aquello sucediera, pero, su parte racional estaba preparada para lo peor. Sabía que debía huir hacia el oeste. Allí, a nadie le importaría su nombre. Consideraba que la mejor forma de transmitir ideas era ser maestro en lugar de mártir.
   Se convenció a si mismo de que Magdalena estaría más segura si él no regresaba. Su madre la ayudaría durante el parto. Además, habían ocultado dinero suficiente para que no pasasen hambre.
  Rezó inmóvil durante lo que le pareció una eternidad. Hacía tiempo que había dejado de llover. De la tierra húmeda comenzó a surgir una densa neblina que fue ascendiendo por los árboles y lo envolvió como un manto blanco que lo hizo sentirse seguro y protegido para continuar su viaje. 
   Pensó que tenía que alejarse lo más pronto posible y por un momento por su mente cruzó la idea de que podría perderse en el bosque o caminar en círculos. Aunque era una perspectiva mejor que ser víctima de los inquisidores, temió por su vida. Como si se tratase de una señal de aliento y esperanza, la luz de la luna se abrió paso entre la niebla para guiarlo en su camino. Sintió que tenía la misión de llevar la luz de la razón a otros hombres y mujeres para que al igual que él pudiesen ver el camino para salir de la oscuridad.
AUTORA: ALEJANDRA ABRAHAM

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