viernes, 1 de noviembre de 2019

Capítulo 4: SANGRE DE MI SANGRE

Me recosté en el diván de la consulta y Noemí comenzó a guiarme hacia un momento que me hubiese hecho feliz de aquellos años olvidados. Utilizó técnicas de relajación para que intentara desprenderme de la realidad que me agobiaba y pudiera abrir las puertas de mi inconsciente. Podía sentir la sangre fluyendo por mi cuerpo como si aquel flujo de vida estuviera purificando mi ser.
Poco a poco, sentí como si perdiera la conexión con el espacio físico que me rodeaba y me dejé guiar por los sinuosos senderos de mi mente. Las imágenes pasaban ante mis ojos como en una película. Me sentía como en un sueño, pero todo era mucho más claro, más nítido y más luminoso que nunca. Estaba en un prado y aunque no recordaba haber estado ahí antes me resultaba vagamente familiar.
Todo era muy hermoso. Veía colores que nunca antes había visto, que no podría describir aunque quisiera. Sentía el murmullo de un arroyo cerca de donde me encontraba.
No estaba sola. Dos niños pequeños de cabello cobrizo jugaban a atrapar lo que parecía ser un balón transparente. Algo con destellos color plata se movía dentro de la esfera.
En el recuerdo me encontraba sentada sobre la hierba cubierta de rocío y le indiqué a los niños que no se alejaran demasiado. Estaba segura de que eran mis hijos. Memoricé cada detalle de sus hermosos rostros, sus movimientos, sus ropas a juego azul marino.
—Relátame lo que estás viendo —la voz de Noemí sonó como un eco lejano dentro de mi mente.
—Veo a dos niños, mis hijos, estamos en una pradera. Me parece escuchar el sonido de un arroyo cerca nuestro.
Me sentía en paz en ese lugar. No quería regresar a mi otra vida. En aquel sitio encantado yo me sentía realmente muy feliz.
Los niños corrieron alejándose y me escuché pronunciar por primera vez sus nombres: Dante y Alex. Repetí sus nombres para que esta vez Noemí también pudiera oírlos.
Seguí a los pequeños colina abajo y distinguí el flujo de agua que había estado escuchando. Se detuvieron en la orilla. El más pequeño de los dos corrió hacia mí y se abrazó a mi pierna. Supe que era Dante.
Antes de poder siquiera conocerlos ya los quería como a algo inalcanzable.
—Cuando cuente tres vas a despertarte —otra vez escuchaba el eco en mi cabeza.
No, no podía regresar. Aquel era el lugar en el que debía estar. Mis pequeños me necesitaban. Yo los necesitaba. Me aferré a los recuerdos aún después de que se fueron tornando difusos. No quería irme.
—Uno.
Ya había perdido demasiado, no quería perder también ese momento. Necesitaba saber más. Quería saberlo todo.
—Dos.
No, era demasiado pronto para regresar.
—Tres.
El consultorio fue tomando forma frente a mis ojos. La pequeña habitación se veía más lúgubre y más sombría que nunca. Noemí estaba sentada frente a mí y me observaba impasible. En ese momento la odié profundamente. Sentí que Noemí era como una poderosa hechicera quien me había dado todo sólo para después quitármelo.
—Necesito regresar —solté con ímpetu.
—Mañana podemos intentarlo nuevamente —sugirió.
—Quiero ver más —repliqué.
—Lo sé, Leda. Lo sé.
Regresé a casa con mi madre. Decidí guardarme los recuerdos sólo para mí. Quizás en otro momento le relatase lo que había visto. Sentía una angustia agridulce. Tenía que encontrar a esos niños, tenía que saber exactamente qué había ocurrido con ellos.
Ese día se abrió una puerta que sería muy difícil volver a cerrar. Sin embargo, en ese momento lo hubiera dado todo para regresar con mis hijos a aquel precioso edén.

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